Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

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"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

lunes, 14 de julio de 2014

LOS OTROS DISPAROS DE 1914




La idea de que el disparo de Gavrilo Prinzip empezó la Gran Guerra va extendiendo este verano en los medios la teoría del conflicto impredecible, a la que los defensores de la “segunda guerra de los treinta años” añaden que el conflicto se cerró en 1945 con la detonación que “suicidó” a Hitler en Berlín. La idea de la guerra inesperada tiene en Sarajevo un símbolo sugestivo capaz de encadenar al disparo toda una secuencia de ineficacias diplomáticas en las cancillerías que provocarían, en una desafortunada sucesión de piruetas, que un conflicto balcánico se convirtiera, por sorpresa, en una tragedia universal.

Ya he escrito que, en mi opinión, descuidar así la perpetua tensión precedente al atentado me parece un error historiográfico. Lo cual no quiere decir que sea determinista en cuanto a que la “olla a presión europea” condujera inexorablemente a la catástrofe, sino que desconfío de la idea del conflicto inesperado porque parece revalidar el recuerdo nostálgico de la Belle Epoque y descuida otros disparos que -aunque no forzaran reacciones de las grandes potencias- también  permiten describir el clima enrarecido que se respiraba en Europa.

El primero de los disparos a los que me refiero lo perpetró una mujer. El 16 de marzo de 1914, Madame Caillaux, vestida de satén negro, sombrero con plumas de avestruz y manguito de piel según la portada de Le Petit Journal, se desplazó en el coche oficial de su esposo, el Ministro francés de Finanzas, hasta la redacción de Le Figaro. Preguntó por el director, Gaston Calmette, presentándose como la esposa de Joseph Caillaux, contra quien Le Figaro sostenía una campaña feroz. El director se prestó a recibirla: “sabe el motivo de mi visita?”, le preguntó ella. Y, sin darle apenas tiempo a contestar ni a invitarla a sentarse, Henriette sacó una pistola del manguito y disparó seis tiros a quemarropa contra el estupefacto director de periódico. Con el asesinato de Gaston Calmette, Madame Caillaux había herido de muerte al pacifismo francés.

Ella quería vengar el honor de su esposo, el típico político burgués atildado, que, como militante del Partido Radical, había participado en distintos gobiernos. Como ministro de Hacienda, había inventado el impuesto sobre la renta, ganándose así el odio eterno de la derecha. En 1911 había alcanzado la presidencia del gobierno y evitado la guerra con Alemania durante la crisis de Agadir: él mismo se había encargado de negociar con Berlín, logrando que el Káiser reconociera la hegemonía francesa en Marruecos a cambio de doblarle la extensión a su colonia en Camerún. Caillaux no participaba del odio revanchista hacia Alemania imperante desde Sedán entre la derecha francesa, por lo que parte de la opinión pública le consideraba un traidor, otro pecado imborrable que añadir a su impuesto sobre la renta. Pero Caillaux era taimado, y se insinuaba que proyectaba hacer caer el gobierno en el que participaba como ministro de Finanzas para hacerse con la jefatura del gobierno apoyado por los socialistas de Jaurès, con el que -se decía- podría formar un bloque contra la guerra. Los belicistas, entre los que se contaba el mismo presidente de la República, Poincaré, reaccionaron atacándolo desde Le Figaro: Luis Reyes contaba 318 artículos contra él en un reciente escrito en La Aventura de la Historia, incluyendo referencias a unas cartas que la primera esposa de Caillaux, a quién él había dejado por Henriette, les había vendido.



Aquello había asustado a Madam Maillaux. Las cartas delataban que, antes de casarse con Joseph en 1902, había sido su amante desde 1890, cuando ella apenas tenía 17 años y él, con 34, aún no se había divorciado de su primera esposa. Temiendo el severo juicio moral de la burguesía de París, y el final de su reputación si se publicaban las cartas, Henriette se compró una Browning calibre 32 en una lujosa armería de los Campos Elíseos y abatió al director del periódico. Tras su detención, tal y como contaba Luis Reyes, la policía la llevó a la comisaría del Fauburg Montmartre, donde el comisario la recibió amablemente en su despacho, como si se tratara de una visita: “Me he tomado la justicia por mi mano”, declaró, dividiendo la opinión pública entre defensores y detractores, como años antes había hecho el Caso Dreyfus. Al día siguiente Caillaux dimitió como ministro para consagrarse a la defensa de su esposa, y -aunque ganó las elecciones-, el presidente de la República le justificó que -vistas las circunstancias- no le podía encargar la formación de un gobierno.

Poco antes del juicio se produjo el atentado de Sarajevo, pero la atención pública parecía  más pendiente del proceso a Madame Caillaux. La vista del 20 de julio constituyó un espléndido espectáculo para la prensa sensacionalista, puesto que añadía -a la sordidez de la historia- la presencia de Fernand Laobri, el que fuera abogado de Dreyfus. La línea de defensa que eligió fue tan eficaz como machista: presentaba la acción de Henriette como un reflejo femenino incontrolado. Sin embargo, el relato del calvario padecido cada mañana cuando ella abría Le Figaro conmovió al jurado, que dictó un veredicto de inocencia el 28 de julio. Apenas tres días después -mientras el gobierno gestionaba como podía la crisis diplomática provocada por el atentado de Sarajevo y la derecha se frotaba las manos- se produjo un nuevo asesinato significativo: el del líder socialista Jean Jaurès en el 146 de la Rue Montmartre de París el 31 de julio; allí está aún hoy la Taverne du Croissant, Cafè en aquel entonces, y el establecimiento, -tal y como contaba José Antich el pasado 11 de julio en La Vanguardia- sigue recordando el asesinato con una placa, un menú con el nombre del fundador de L'Humanité, un busto en una vitrina y un recordatorio en el suelo con la fecha (31/7/1914) en el lugar exacto donde cayó abatido mientras cenaba, víctima del revólver de un fanático extremista. El indiscutible líder de la izquierda francesa había pronunciado un discurso apasionado y apasionante en Lyon apenas 8 días antes. En él culpaba de la “situación terrible” a la “política colonial de Francia, la política hipócrita de Rusia y la brutal voluntad de Austria”, un análisis pluricausal de la pendiente por la que se precipitaban los acontecimientos que -además- enfatizaba lo que hoy llamaríamos “causas profundas”: imperialismo, dobles alianzas, nacionalismo, militarismo... En el mismo discurso llamaba a los obreros europeos a unirse para alejar la “horrible pesadilla” de la guerra.

El asesino de Jaurès, Raoul Villain, pertenecía a una organización nacionalista, la Ligue des jeunes amis de l'Alsace-Lorraine, y sería liberado en 1919 con argumentos tan peregrinos como que “si el adversario de la guerra Jean Jaurès hubiera tenido éxito, Francia no habría ganado la guerra”. Los jueces condenaban así a la familia de Jaurès a pagar los costes del proceso. Mientras, Villain se exilió a Ibiza, donde -se dice, aunque corren versiones contradictorias- lo ejecutaron los anarquistas el 14 de septiembre de 1936 por espiar a favor de Franco.

El asesinato de Jaurès fue el punto de inflexión de una campaña de mentiras que habían mantenido los sectores nacionalistas contra él, y que culminó en su asesinato. Tal ensañamiento -apenas acabado cuando sus restos fueron depositados en el Panteón de Hombres Ilustres en 1924- se explica por su actitud decidida contra la guerra: se ha dicho que el mismo día de su asesinato había pedido una audiencia con el presidente de la República para pedirle que revocara la orden de movilización general. El presidente se negó a recibirle, y en su lugar un funcionario le dijo que estaba loco si seguía oponiéndose a una guerra que Francia ganaría en menos de un mes. No parece que aquel empleado se hubiera ganado su puesto gracias a su intuición y a su buen ojo, pero su opinión era compartida por gran parte de los franceses.

Ninguno de los dos cadáveres protagonistas de este post, tres si contamos la carrera política de Caillaux, suelen aparecer en los estudios sobre las causas de 1914. Quizá con razón: ambas muertes parecen responder a tramas pasionales y odios personales. Sin embargo, demuestran claramente que una parte de la sociedad francesa había tomado partido por la guerra mucho antes de que mataran al Archiduque en Sarajevo. Quizá no fuera una opción mayoritaria, pero sí la más influyente: un chalado nacionalista asesinó a un político brillante, casi impunemente, no lo olvidemos, con el aplauso de la judicatura; y la prensa orquestó una campaña de descrédito contra un ministro para asegurarse de que una solución negociada a las diferencias con el Reich, como había sucedido en Agadir, no volviera a producirse.

Puede que estos disparos no desencadenen diabólicos e inexorables mecanismos de relojería, tal y como funcionaron los compromisos de ayuda mutua que se habían prestado las grandes potencias. Pero representan fuerzas que estaban en marcha mucho antes de que Prinzip disparara: demuestran que la guerra es una inversión para la burguesía, y una emoción mística para las masas que ha “patriotizado”. No podemos encubrir esas causas profundas y aplaudir el papel de las circunstancias en el estallido de la Gran Guerra, porque entonces disculpamos también las apuestas de las élites financieras de hoy y el papel de la opinión pública, manipulada o no, sobre los dramas del presente.