Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

jueves, 30 de diciembre de 2010

FRANCISCO DE BORJA: EL CURRICULUM OCULTO



El Palau del Lloctinent es el espacio más adecuado para la exposición Francesc de Borja virrey de Catalunya 1539-1543, que –hasta el 16 de enero- quiere conmemorar el 500 aniversario del nacimiento del IV Duque de Gandía y III General de la Compañía de Jesús. La pequeña muestra es elegante y valora con exquisitez piezas y documentos gracias a un excelente programa de mano que contiene las fuentes transcritas y un detallado catálogo. Sin embargo, es bastante plana, incluso algo anodina, si atendemos a que trata de un personaje tan fascinante, cuya complejidad apenas se intuye en el discurso expositivo.

Si el visitante se decide después a zambullirse en la bibliografía, más que un análisis científico del personaje encuentra hagiografías repletas de míticas escenas laudatorias. La estupenda biografía escrita por el poeta y ensayista Josep Piera, Premi Joanot Martorell 2009, evoca la Gandía medieval como una corte renacentista, al estilo de Ferrara, sacudida por la revuelta de los agermanados, que -al grito de “pau, justicia i germania”- pretendían que “València havia de ser comuna així com Venècia”. Desalojos como los que los Borja sufrieron durante el conflicto fueron sumariamente castigados por la virreina, Germana de Foix (“la nostra voluntad no és perdonar ningú, sino que paguen”).

Por aquel entonces el joven Francisco de Borja debutaba como sirviente doméstico –menino, dice Àlvar Garcia en un artículo incluido en el libro de mano/consulta que ofrece la exposición- en Tordesillas, “internado aristocrático” y “sanatorio real (por no decir un manicomio)". La cercanía de la realeza con la que empezaba su formación aristocrática será siempre tan estrecha que sorprende que nadie especule sobre la difícil convivencia entre la fidelidad mostrada al emperador –en misiones de extrema confianza- y el juramento de obediencia al papa que condicionará a Francisco de Borja en la Compañía de Jesús.



No resulta fácil encontrar al personaje histórico en medio de tanta literatura religiosa: los títulos que abordan su vida no escatiman el uso de expresiones como “santo duque”, ven en su inquietud piadosa la voluntad consciente de compensar los excesos de sus abuelos (como si sus hermanos no los tuvieran) y se recrean en afirmaciones como que “los emperadores, encantados con un joven tan agradable y simpático, conciertan su matrimonio con Leonor de Castro, camarera de la emperatriz y portuguesa como ella”. Sí que es cierto que, además de un matrimonio próximo, la fidelidad y eficacia en el servicio imperial le procuró una intachable hoja de servicios a la monarquía que debería despertar más susceptibilidades que elogios de santidad: ¡Echémosle un vistazo!

Además de ejercer la diplomacia para el emperador en Niza (1536), donde acompañó la agonía de Garcilaso de la Vega, veló el cadáver de la emperatriz Isabel hasta Granada (1539). La confianza imperial se demostró también en su nombramiento como virrey de Cataluña ese año. Su elección, que interrumpía la anterior serie de nombramientos eclesiásticos para el cargo, resulta más interesante que sus políticas –especialmente preocupadas por el bandolerismo, la piratería y la frontera francesa-, que se limitan a seguir las instrucciones del rey y no justifican la exposición. Las biografías al uso se centran en su pasión piadosa y le siguen de regreso a la corte ducal al fallecer su padre, y durante la crisis espiritual que –tras la muerte de su esposa (1546)- le orientó hacia los Ejercicios Espirituales. La influencia de la Compañía convertirá su proyecto de colegio para moriscos, por recomendación ignaciana y bula de Paulo III (1547), en la primera universidad jesuita, en la que él mismo se doctoró como teólogo (1550). Ese mismo año fue ordenado en secreto, para lo cual se le sustrajo del cumplimiento del voto de pobreza, lo cual demuestra lo estratégico o urgente de su captación. Antes de renunciar a sus estados, sin embargo, concertó el matrimonio de sus hijos mayores –Carlos e Isabel, como los emperadores- de acuerdo con estratégicos intereses familiares. Pese a que el emperador le quería en el séquito doméstico del príncipe Felipe, que debía desposar con una princesa portuguesa, Francisco de Borja marchó a Roma. Allí ofició en 1551 su primera misa.

Ingresar en la compañía no sólo implicaba romper con su pasado y olvidar su condición noble, también debería haber supuesto romper la fidelidad a su señor natural. Menospreciar ese aspecto no sólo es ignorar la pervivencia de las relaciones vasalláticas, sino también las tensas relaciones entre papado e imperio. ¡Francisco de Borja no sólo ingresaba en la milicia intelectual de la reforma católica, sino que se ponía al servicio del Papa en virtud del cuarto voto! Ahora bien. Del mismo modo que su fichaje podría alimentar la propaganda contra-reformista, también le situaría en una posición estratégica para los heterodoxos al servicio del emperador, entre los que se cuenta: la práctica religiosa de los jesuitas peninsulares llegó a ser objeto de la preocupación de Loyola y despertó suspicacias inquisitoriales. La concepción intimista de la religión con la que Borja coquetea, influido quizá por la Devotio Moderna, no es su único rasgo como hombre del Renacimiento: también habría que analizar su preocupación por la enseñanza, una biblioteca con más de 300 libros entre los que se contaban 27 obras de Erasmo y 11 de Vives, o la composición de la “Visitatio Sepulcro”, una representación teatral cantada que presentó en 1550 y que aún hoy es uno de los principales atractivos de la semana santa en Gandía.



Si a ese perfil le añadimos la cercanía al poder imperial, la negativa de Loyola al nombramiento como cardenal que el emperador defendía para Borja, y la reivindicación que pretendía hacer de su bisabuelo Alejandro VI construyendo una iglesia que alojara su sepultura, podríamos llegar a intuir ambiciones. Quizá sea una coincidencia que, cuando llega a Roma, Julio III reabre el concilio, y Borja es alejado de Italia confiándole el comisariado peninsular. Pero no creo que pueda serlo el hecho de que –pese a haberse convertido ya entonces en un “soldado del papa”- siguiera prestando servicios muy cercanos a la monarquía durante esta última estancia peninsular. Las noticias de que la reina Juana (la Loca) malvivía rozando la herejía, además de despertar angustias por la salvación de su alma, constituían un problema importante para la imagen dinástica que Borja, con su prestigio eclesial, pudo resolver: encauzando a la anciana viuda hacia la corte celestial con su consuelo, y garantizando así el monopolio de la explicación oficial (y sorprendentemente cuerda) de la agonía de la reina.

Acompañará también la soledad de la princesa viuda de Portugal (la que será regente Juana de Castilla), hija de Carlos V, por encargo de éste tras una visita a Yuste en la que se le podría haber encargado alguna misión relativa a la lucha por la regencia del joven rey Sebastián entre Juana (su madre) y Catalina (su abuela). Esos servicios para el emperador podrían haberle convertido en objetivo de los reaccionarios que se apoderan de Castilla y se consagran a perseguir cualquier resquicio de heterodoxia, desde los iluminados al arzobispo Carranza. Sólo su nombramiento como General de los Jesuitas le permitirá acudir de nuevo a Roma…

El personaje, a mi entender, superará su centenario sin que haya aumentado nuestro conocimiento sobre él. Cuando Santiago La Parra se propone “refutar aquella explicació segons la qual la figura del Sant Duc de Gandia seria l’antitesi de la seu llicenciós besavi” apunta en buena dirección, pero nos deja a medias. Sabemos que compartió el apellido del Papa con un orgullo explícito, pero ninguno de los retratos del personaje nos aclara en realidad quién fue.